
En plena época estival, entre sombrillas, neveras y bricks de Alvalle, siempre llega el domingo en el que alguien reabre el debate sobre la fórmula mágica del gazpacho. Está claro que “cada maestrillo tiene su librillo” y que “sobre gustos no hay nada escrito”. No obstante, me gustaría dejar constancia del modus operandi de mis suegros, andaluces de pura cepa y titulares de la “verdadera receta del gazpacho”. Yo no sé a ciencia cierta si será la fórmula original (de hecho, me consta que la receta primigenia se hacía sin tomate). Lo que sí sé es que lo elaboran de manera muy sencilla pero con muuuuuuuuuuuuuuuuy buen resultado.
Nada de pepino, tomates de huerta y tomar muy frío, son las premisas básicas de esta receta. A partir de ahí lo único que hay que hacer es colocar sobre la base de un puchero media barra de pan duro (de uno o dos días) y, sobre ella, esparcir el resto de los ingredientes, es decir: los tomates cortados en cuartos (unos 8/10 para 5/8 personas, no es matemático), un pimiento verde italiano troceado y un diente de ajo (dos para los paladares osados).
Una vez tenemos los ingredientes preparados, regar generosamente con aceite, condimentar con dos o tres pellizcos de sal, aliñar con vinagre como si de una ensalada se tratase y triturar con batidora, 123 o sucedáneo. Para este último paso hay que ayudarse de un chorrito de agua pero no hay porqué preocuparse todavía mucho de la consistencia, pues ésta se podrá modificar al final añadiendo más o menos agua (o cubitos). Pero ¡ojo!, que si echamos mano del refranero popular – “Ni gazpacho añadido, ni mujer de otro marido–”, la cantidad de agua es lo único que se puede modificar a posteriori.
Ahora ya sólo queda pasar la mezcla por el chino, enfriar y disfrutar de un plato sabroso, nutritivo y que, además, apaga tanto el hambre como la sed.
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